Años atrás, cuando El Observador ni siquiera existía en mi mente, siendo reducido a esa inquietante idea que tenía cuando pasaba por delante de una cámara de seguridad, estalló el escándalo de Edward Snowden.
Supongo que ya conocen el caso. Snowden es un agente norteamericano que ha destapado una compleja trama de escuchas telefónicas y vigilancia electrónica a nivel internacional. Y hoy en día, se le busca, porque técnicamente, lo que ha hecho es un delito de traición.
He de admitir, que cuando todo este asunto salió a la luz, me quedé perplejo, pero no por lo que se había destapado, sino por la reacción general de la gente, que llegó a escandalizarse. Yo apenas reaccioné, porque Snowden no descubrió nada que no me haya imaginado ya. Yo ya daba por cierto que las agencias secretas norteamericanas ya estaban rastreando mis movimientos en internet, al igual que los de muchos otros ciudadanos anónimos. No soy tan ingenuo como para no pensar que el 11-S iba a recortar varios derechos civiles, empezando por la privacidad en la red de redes.
Sí me preocupó el hecho de que estallara semejante escándalo. Quizá sea impresión mía, pero tuve la sensación de que los internautas habituales, los que suben sus perfiles a las redes sociales, y los que hablan de los detalles de su vida por los cuatro vientos, no son realmente conscientes de lo vulnerables que son sus datos personales.
Pero que quede claro. El hecho de que yo no me escandalice con el tirón de manta de Snowden, no signifique que apruebe este tipo de vigilancia electrónica. En este campo, todavía existe un amplio agujero legal. Porque si nos espía alguien del gobierno (del nuestro o del extranjero, me da igual), ¿significa que está moralmente autorizado para rastrearme, simplemente, porque es un agente cualificado? ¿Y quién podría estar preparado para ejercer semejante vigilancia?
Son cuestiones que trato de responder en El Observador...
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