Al tener a una familia en El Observador, cuyos hijos pertenecen a tres generaciones diferentes, me permitió tratar el tema del bullying, o dicho en español, el acoso escolar.
Así que he podido abordar este problema desde tres perspectivas diferentes. Una alumna aventajada de primaria que descubre que un compañero de clase tiene un comportamiento demasiado introvertido. El típico friki de secundaria que es marginado por sus gustos ociosos, además de por sus vanos intentos de atraer a la chica que le gusta. Y otra estudiante de secundaria, una chica popular destronada al cambiar de instituto, que de pronto se ve acosada por el cruel grupo de las chicas populares.
Es un problema que me interesa, pues yo mismo sufrí vejaciones por parte de alumnos mayores que se creían mejores que yo. Todavía me acuerdo de cuando en el colegio me decían extraterrestre, ya sea por mis gustos frikis o por mi facilidad para los estudios. Por todas estas razones, ya sé que este problema viene de lejos.
Pues esta actitud es tan vieja como la humanidad, teniendo sus correspondientes orígenes evolutivos. Hoy en día sabemos que nuestros antepasados trogloditas tenían que ir de caza y distinguir a los animales que podían matar de los que no. Asimismo, también había que establecer una jerarquía dentro de estas sociedades tribales, confiando la supervivencia del grupo sobre los anchos hombros de los individuos más fuertes de la tribu.
Son comportamientos que siguen vigentes hoy en día, después de decenas de miles de años de historia, y de un centenar de revolución industrial y tecnológica. Si no me creen, fíjense en los habituales escenarios de un acoso escolar.
Para empezar, el acosador escolar necesita disponer de un mínimo de inteligencia para poder distinguir al más débil del grupo. Y una vez localizado, lo ataca con la finalidad de mantener su estatus de líder en su grupo de amigotes. Es decir, que este fenómeno persiste, porque todavía somos unos trogloditas. Vestimos tejidos sintéticos y disponemos de alta tecnología, pero seguimos comportándonos igual que nuestros antepasados más salvajes. Si no me creen, pregúntense cómo es posible que los reclusos más peligrosos, homicidas confesos y psicópatas varios, reciban una abundante correspondencia postal que ha sido enviada por mujeres solteras que quieren casarse con uno de ellos. Nuestras hembras todavía seleccionan, como pareja reproductiva, al macho cazador que es capaz de despiezar grandes cantidades de carne.
Con estas líneas no pretendo justificar este comportamiento tan denigrante, tanto para el que lo sufre, como para el que acosa. Mi intención es que la gente sea consciente de cómo funcionamos, para luego usar ese conocimiento para mejorarnos.
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